Todos tenemos una canchita que ya no está. No figura en los mapas ni aparece en Google Maps. No tiene dirección ni código postal. Pero existe.
Vive intacta en la memoria, como una foto en sepia que se resiste a desteñirse. Esa canchita fue testigo de los primeros sueños, de los goles gritados con el alma, de las rodillas raspadas y los abrazos con tierra en la cara.
Y aunque el cemento, el progreso o el olvido la hayan borrado físicamente, sigue viva cada vez que cerrás los ojos.
Este es un viaje hacia esa canchita. La que fue cancha, refugio, templo y casa. La que ya no existe… pero sigue siendo todo.
El Potrero Como Punto De Partida
No era una cancha en el sentido estricto. Era un pedazo de tierra ganada al abandono, al descuido, a lo que nadie quería.
Estaba entre dos monoblocks, al lado de un baldío o detrás de una fábrica. Tenía piedras, vidrios, y hasta un poste de luz mal puesto que interrumpía el juego.
Pero para nosotros era el Maracaná.
El pasto era un lujo, el arco un par de buzos o ramas, y la línea de cal un trazo imaginario que solo existía en la cabeza de los que jugaban.
Era el escenario de batallas épicas, de clásicos que duraban toda la tarde, de goles que valían doble si era de taco o de rabona.
Ahí aprendimos todo. A tocar de primera, a cabecear con miedo, a putear con razón, a correr sin aire.
Aprendimos a perder con dignidad y a ganar sin piedad.

La Banda De Siempre
Éramos siempre los mismos. El “Gato”, que atajaba porque no le gustaba correr. El “Fideo”, todo piernas y velocidad. El “Rulo”, zurdo elegante que jugaba con medias caídas. Y yo, que solo quería hacer un gol para que me griten el nombre. Cada uno aportaba su estilo, su historia, su grito.
A veces se sumaba alguno nuevo. Un primo que venía de visita, uno del barrio de al lado. Se armaban los equipos y se tiraba la moneda. Después, a jugar hasta que se hacía de noche o la vieja gritaba que había que cenar.
La Pelota, Protagonista Absoluta
La pelota era la misma para todos. Empezaba nueva, brillante, con olor a cuero o plástico recién estrenado. Y terminaba deshilachada, con cinta aisladora cubriendo los agujeros.
Pero la queríamos igual. Se la inflaba con una lapicera Bic y se usaba hasta que ya no rebotaba.
Era la pelota la que mandaba. Si se perdía, se acababa el partido. Si se pinchaba, se improvisaba con una de goma. Y si alguien traía una nueva, era el héroe del día.
La pelota no necesitaba idioma. Con solo verla rodar ya sabías que era momento de correr, de jugar, de vivir.
Los Goles Que No Se Olvidan
Hubo goles inolvidables. No por la técnica, sino por el momento.
El del ángulo con viento a favor. El de rebote que entró pidiendo permiso. El que valía el campeonato del barrio. El que gritaste con tanto fervor que tu vieja salió a la vereda a ver si estabas bien.
Esos goles no están grabados en videos, pero están tatuados en la piel. A veces los recordás con una sonrisa, otras con lágrimas.
Porque esos goles no eran solo goles: eran parte de tu crecimiento, parte de vos.
El día que desapareció
La desaparición de la canchita no fue de un día para otro. Primero pusieron un alambrado. Después una máquina rompió el suelo.
Un día apareció un cartel: “Próxima construcción”. Y entonces entendimos que la infancia también se demuele.
Nos miramos entre todos sin decir nada. Entramos por última vez y jugamos como si fuese la final de nuestras vidas.
Sabíamos que era el final. La última vez que íbamos a pisar ese suelo lleno de historias.
El Duelo Invisible
Nadie hizo un velorio, pero todos lloramos por dentro. No hubo pancartas ni marchas. Fue un duelo silencioso.
Algunos dejaron de jugar. Otros se pasaron a clubes, a canchas de sintético. Pero algo se rompió. La magia del potrero, del barro, de la libertad, se desvanecía.
Con los años, cada vez que pasabas por ahí, el nudo en la garganta volvía.
Donde antes se gritaban goles, ahora hay un galpón, un supermercado, un estacionamiento. Y vos seguís viendo a tus amigos jugando, riendo, soñando.
Volver Sin Volver
Una tarde volví. Solo. Me senté en el cordón. Cerré los ojos. Y ahí estaban todos.
El Gato atajando como podía. El Fideo corriendo como loco. Rulo amagando con la zurda. Y yo, con la 10 en la espalda, esperando que me llegue una para definir.
La memoria es una cancha que no se puede clausurar. Siempre está abierta. Siempre lista para que entres y juegues un rato más.
La Canchita Como Escuela
Ahí aprendiste todo lo que importa: que hay que compartir, que a veces se gana y a veces se pierde, que hay que bancarse las patadas y los errores.
Que si alguien se cae, lo levantás. Que el respeto no se enseña con un pizarrón, sino cuando uno más grande te dice «jugá tranquilo, yo te cubro».
Esa canchita fue tu escuela sin aulas, tu casa sin paredes, tu templo sin techo.
La Vida Después Del Potrero
Creciste. Jugaste en clubes, en canchas bien marcadas, con árbitros de verdad.
Ganaste copas, perdiste finales. Pero nunca fue lo mismo.
Porque en ninguna otra cancha gritaste con esa libertad. Porque en ningún otro lugar se sentía tanto amor por el juego.
Y cuando ves a los pibes de hoy jugando en sintético, con botines de marca y camisetas europeas, pensás en lo que era tu canchita: puro barro y corazón.
El Legado Invisible
No hace falta que la canchita exista para que siga viva. Vive en cada historia que contás.
En cada vez que ves una pelota rodar y se te pianta una lágrima. En cada pibe que se ensucia las rodillas y sonríe como si estuviera en la final del mundo.
Esa canchita te hizo. Te dio identidad. Te enseñó el amor por el fútbol.
Y aunque no esté más, sigue siendo el lugar al que siempre volvés.
Conclusión
La canchita ya no está. La taparon con cemento, con progreso, con olvido.
Pero cada vez que cerrás los ojos, vuelve. Con su pasto ralo, con sus piedras traicioneras, con sus goles gritados con el alma.
Porque no importa lo que construyan encima: la canchita sigue.
En tu memoria, en tus historias, en tu corazón.
Y cada vez que veas a un pibe correr detrás de una pelota en un rincón olvidado, vas a saber que el fútbol verdadero, el que no entiende de contratos ni flashes, todavía vive. Ahí, en la canchita que ya no existe… pero nunca se fue.
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