Los Botines Heredados Que Te Quedaban Grandes

Los botines hablaban por sí solos. No hacían falta palabras. Estaban ahí, arriba de la mesa de la cocina, al lado del mate lavado y la radio encendida. 

Negros, gastados, con los cordones deshilachados y el cuero ya sin brillo. Vos los mirabas como si fueran una reliquia. Porque lo eran. 

No eran solo botines: eran los botines. Los del hermano mayor, los del primo que jugaba en inferiores, los del viejo cuando se hacía tiempo para el partido de veteranos. 

Eran los que venían con historia, con goles, con barro seco en la suela y un olor que no se iba con ningún talco. 

Y ahora eran tuyos. Te los daban con una frase seca: “Te van a quedar grandes, pero con dos medias zafás”.

Y sí, te quedaban grandes. Te bailaban. Pero ese día te calzaste algo más que un par de botines. Te calzaste una herencia. Un sueño. Un deber. Una responsabilidad que no estaba escrita pero se sentía en el pecho. 

Y saliste a la cancha —o al baldío, o al potrero, o a la canchita del barrio— con los pasos tambaleantes de quien todavía no llena el lugar que le toca, pero igual lo intenta.

Porque en el fútbol, como en la vida, uno primero se pone los botines que le quedan grandes… y después aprende a merecerlos.


Un regalo que no se elige

No era tu cumpleaños. No era Navidad. Ni siquiera era un regalo envuelto con moño. Pero ese día fue uno de los más importantes de tu infancia. 

Porque alguien abrió un ropero, una bolsa olvidada o un cajón viejo y dijo: “Mirá, estos ya no los uso. Llevatelos vos.”

Y ahí estaban. Con las marcas del tiempo. No eran Nike ni Adidas, ni nada de lo que después ibas a ver en publicidades de Messi. 

Eran Topper, Penalty, o algún modelo sin nombre, de esos que venían con las tres tiras pero mal pintadas. 

No importaba. Eran botines. Eran tuyos. Aunque el talle dijera lo contrario.

Los probaste ahí mismo. Caminaste por la cocina, tropezando un poco. El viejo te miró y dijo: “Te quedan un poco grandes, eh”. Y vos, con el orgullo a flor de piel, contestaste como se contesta en esos casos: “No importa, me los quedo igual”.

Porque sabías que no ibas a esperar que te compraran unos nuevos. Sabías que en casa no estaban las cosas como para darse esos gustos. 

Pero más allá de eso, había algo especial en esos botines. No eran nuevos, pero venían con historia.


Las Primeras Pisadas Torpes con eso Botines

Saliste al potrero con una mezcla de emoción y miedo. Los pibes ya te miraban distinto. Tenías botines. Ya no eras el que jugaba en zapatillas. Eras uno más. O al menos eso intentabas.

Pero los primeros pasos fueron una batalla. Se te salían. Te patinabas. No podías correr bien. Ibas “como pisando huevos”, como si cada movimiento tuviera un segundo de retraso. 

Y sin embargo, jugabas. Te la bancabas. Porque sabías que era parte del proceso. Porque los botines no te quedaban grandes solo en el talle: te quedaban grandes en lo simbólico.

Era como usar la camiseta de alguien más. Como sentarse en el asiento del conductor sin llegar a los pedales.

Y cada vez que te miraban de costado, vos ajustabas los cordones con fuerza, como si eso fuera a hacer que te calcen mejor. 

Pero no se trataba del cuero, ni del número. Se trataba de vos. De crecer. De ganarte el derecho a usar esos botines con orgullo. De llenarlos con tus pasos, tus jugadas, tus goles.


El Peso de la Herencia

A veces los botines no venían solos. Venían con nombres. Con apellidos. Con historias que pesaban más que el par en sí.

“Esos eran del Beto, que jugaba en la quinta de All Boys”.
“Con esos el Leo metió tres goles en la final del barrio”.
“Tu hermano con esos botines volaba”.

Y vos sentías que tenías que estar a la altura. Que cada vez que los usabas, no era solo un partido: era una oportunidad de demostrar que estabas a la altura del legado.

Había una especie de presión muda. Como si el cuero ya supiera lo que tenía que hacer, y vos fueras el único que no estaba preparado. 

Y aun así, ibas. Corrías. Transpirabas. Te raspabas las rodillas. Porque en el fondo, sabías que esa presión también era parte del juego.

No se trataba solo de jugar bien. Se trataba de honrar los botines.


Las Costuras que Aguantaban Milagros

A medida que pasaban los meses, te ibas acomodando. Aprendiste a ponerle diario o algodón en la punta. A usar dos pares de medias, uno más apretado arriba para que no se salieran. 

Aprendiste a doblar los cordones por abajo de la suela y atarlos arriba del empeine. 

Inventaste soluciones caseras con cinta, con precintos, con lo que hubiera. Todo para seguir usándolos un poco más.

Porque los botines heredados no se tiran. Se bancan. Se remiendan. Se arreglan. 

Tienen vida útil emocional, no material. Y cuando finalmente se rompían —cuando la suela decía basta, cuando el cuero se abría como una boca rendida—, dolía. Dolía como perder a un amigo.

Porque en esos botines pasaron cosas. Aprendiste a pisarla, a enganchar, a gambetear con miedo y con rabia. 

Te fuiste al piso por primera vez. Te peleaste por una patada. Hiciste el primer gol que gritaste con los brazos al cielo. 

Con ellos viviste capítulos enteros de tu infancia futbolera.

No eran botines. Eran testigos. Eran cómplices.


Cuando Finalmente te Calzaron

Hubo un día, quizás sin que te dieras cuenta, en el que te los pusiste y ya no te quedaban grandes. 

El pie había crecido. Vos habías crecido. Y el juego ya no te quedaba tan lejano. 

La pelota obedecía un poco más. El cuerpo respondía. Ya no eras el pibe que se tropezaba. 

Ya no eras el que miraba desde el banco. Estabas adentro. Eras parte.

Y esos botines, que alguna vez te hicieron tambalear, ahora te impulsaban

Y en ese momento te diste cuenta de algo: los botines nunca fueron grandes. Vos eras el que tenía que crecer.

Ese día no hubo aplausos. Nadie te hizo un monumento. Pero vos lo sabías. 

Sabías que habías llegado. Que te habías ganado el lugar. Que ya nadie podía decirte que no estabas listo.


El Día en que los Dejaste Ir

Todo ciclo tiene un final. Y también llegó el de esos botines. Ya estaban vencidos. Ya no había forma de salvarlos.

Y por primera vez, alguien —quizás tu vieja, quizás vos mismo— se animó a decir: “Hay que tirarlos”.

Y vos dudaste. Porque no era solo tirar un par de botines. Era cerrar una etapa

Era despedirse de una versión de vos mismo. Pero lo hiciste. Con un nudo en la garganta. Como quien entierra algo querido pero necesario.

Y quizás ese mismo día, o una semana después, aparecieron otros botines. 

Nuevos. Flamantes. En caja. Con olor a fábrica. Con tu número exacto. Y te los pusiste. 

Y sentiste una mezcla rara de felicidad y vacío. Porque sí, estaban perfectos. Pero no tenían historia.

Todavía no.


Cuando Fuiste Vos el que le Heredó los Botines a Alguien

El tiempo pasó. Y un día, sin que te dieras cuenta, fuiste vos el que abrió el placard y dijo: “Mirá, estos ya no los uso. Llevatelos vos”

Y viste cómo se le iluminaban los ojos a un pibe

Cómo se los probaba con torpeza. Cómo caminaba por la cocina como si fuera la cancha del Maracaná.

Y entendiste todo. Entendiste a tu viejo. A tu hermano. Al vecino que te los había regalado. 

Entendiste que los botines heredados no son cosas viejas. Son puentes

Son mensajes del pasado que empujan al futuro. Son como una antorcha que se pasa de mano en mano.

Y en el fondo, también entendiste que ningún botín queda grande para siempre.


Conclusión

Los botines heredados que te quedaban grandes” no fueron solo parte de tu infancia: fueron parte de tu formación como persona

Te enseñaron humildad, paciencia, esfuerzo. 

Te enseñaron que a veces las cosas no son como uno quiere, pero igual hay que salir a jugar. 

Que no todo te va a quedar justo desde el principio. Pero si lo bancás, si lo honrás, si lo respetás… un día todo calza.

Y hoy, que quizás tenés botines nuevos, camiseta personalizada y pelota original, seguís recordando esos primeros. 

Los que se te salían al correr y te sacaban ampollas. Los que ajustabas con cinta. 

Los que heredaste como si fueran un tesoro.

Porque en el fondo, lo eran.

Y siempre lo van a ser.


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