La Tribuna Donde Aprendiste A Putear

En el fútbol argentino, putear en la cancha no es simplemente tirar insultos al aire: es un arte popular, un desahogo visceral que combina bronca, pasión y hasta cierta poesía barrial. 

Es un idioma propio que mezcla creatividad, ironía y sentimientos tan profundos como el amor por la camiseta. 

No se aprende a putear en cualquier lado. No se enseña en un manual ni se transmite de generación en generación: se vive, se respira y se siente desde el tablón.

Si sos futbolero de verdad, si naciste con una camiseta tatuada en el corazón, sabés de qué tribuna estamos hablando: de esa, la de siempre. 

La de los domingos al mediodía. La que huele a choripán, a transpiración, a derrota injusta o a victoria con gusto a poco.

Ahí, en esa tribuna, aprendiste a putear. Contra el árbitro, contra el línea, contra el delantero que no embocaba una. Pero en realidad puteabas contra todo: contra la suerte, contra el destino, contra la vida misma.

Porque en la cancha, la puteada es más que un insulto. Es un idioma. Un arte. Es un acto de amor rabioso. Esa tribuna no fue solo un espacio físico: fue una escuela emocional, un templo sagrado donde el grito es catarsis y también identidad.

El Arte De Putear En La Cancha

La puteada no discrimina: puede ir dirigida a cualquiera. Pero siempre está atravesada por esa mezcla de enojo y cariño que solo el hincha argentino entiende.

Lo curioso es que la puteada futbolera no siempre es violencia, sino catarsis. Es liberar en segundos toda la tensión acumulada durante la semana, esa mochila de laburo, quilombos y rutina que se suelta en una explosión de gritos creativos. 

Porque en Argentina, hasta para putear hay talento: frases ingeniosas, comparaciones imposibles, inventiva que a veces arranca carcajadas hasta en el rival.

El “arte de putear en la cancha” es parte del folclore. Es un reflejo de que acá se vive el fútbol con una intensidad que desborda cualquier manual. 

Y aunque desde afuera pueda sonar exagerado, el que alguna vez estuvo en una tribuna sabe que no hay puteada más honesta que la que sale de un corazón celeste y blanco, agrietado entre la bronca y la pasión.

La Primera Vez Que Cruzaste Los Molinetes

Tenías la entrada doblada en el bolsillo como si fuera un pasaje al paraíso. Ibas de la mano de alguien más grande. Tu viejo, tu tío, tu hermano mayor o el vecino que te adoptó como pibe de tribuna. 

Pasaste los molinetes con esa mezcla de miedo y ansiedad que solo los debutantes conocen. Y de golpe, se abrió el cielo: un estadio entero ante tus ojos. 

Gente cantando, bombos que retumbaban en el pecho, banderas colgando del alambrado, vuvuzelas. 

Y vos, boquiabierto. Un nene en Disney, pero versión fútbol argentino.

Ese día mirabas, aprendías, absorbías. Escuchabas con atención. Y ahí ya empezaba el aprendizaje. «¡Ladrón!», gritaba uno. «¡Despertate, hijo de mil!», rugía otro. 

Y vos mirabas al viejo, esperando alguna corrección. Pero nada. Seguía comiendo el sánguche de milanga como si nada. 

Entonces entendiste: ese lenguaje era parte del ritual. No era un insulto: era la banda sonora del domingo.

Cuando La Puteada Era Un Himno

La puteada futbolera no es agresión, es arte popular. Tiene ritmo, cadencia, volumen. 

Hay puteadas con rima y con coro. «Árbitro, botón / sos amigo del ladrón» se canta como si fuera una zamba. «Movete, dejá de joder / que esta hinchada está loca y hoy no podés perder» tiene más emoción que un bolero. 

En esa tribuna aprendiste que gritar con bronca también puede ser una muestra de cariño. Que el «¡dale, pelotudo!» a veces suena más paternal que una caricia. 

Porque detrás de cada puteada hay esperanza. Deseo. Amor reprimido.

Y aprendiste también que hay puteadas específicas para cada situación. Si el nueve se la morfa: «¡Metela, inútil!». Si el cinco duerme: «¡Reaccioná, pasate a nafta, hijo de puta!». Si el árbitro cobra cualquier cosa: «¡La concha de tu madre, qué cobrássss, qué cobrásss!». 

No se improvisa. Se siente. Y se lanza como sale del alma.

El Viejo Y La Cátedra Dominical

Hay padres que te enseñan a andar en bicicleta, otros que te explican la tabla del 7. Pero el tuyo —o quien haya ocupado ese rol en tu vida— te enseñó algo más profundo: cómo putear en la tribuna con dignidad

Sin desubicarse, pero sin tibieza. Con contundencia, pero con estilo

Como un maestro zen de la puteada. Sabía cuándo callar, cuándo explotar y cuándo simplemente mirar al árbitro con desprecio, como diciendo “vos sabés lo que hiciste, infeliz”.

Te miraba de reojo y te dejaba decir la primera puteada con voz temblorosa. Como quien prueba el primer sorbo de cerveza. 

Y no te retó. Solo sonrió. Porque sabía que habías cruzado un umbral. 

Ya no eras un espectador: eras un hincha.

La Tribuna No Perdona, Pero Educa

En esa tribuna también aprendiste de justicia poética. Aprendiste a bancarte la calentura. A esperar el entretiempo con la garganta rota. Y a bajar la cabeza cuando te clavaban en el último minuto. 

Pero nunca, nunca dejaste de putear. Porque la puteada, en ese contexto, no es violencia. Es catarsis. Es un modo de resistir.

Y también entendiste que no todo es odio. Que muchas veces puteás porque querés ganar, porque te duele perder, porque lo sentís como propio. 

Porque en ese partido no están jugando once tipos: estás vos, está tu historia, está el barrio, está la camiseta que usaba tu abuelo cuando iba con los pantalones de gabardina al estadio. 

Está todo. Por eso duele. Por eso se grita.

Las Puteadas Inolvidables

Hay frases que quedan. Que se repiten en reuniones, que se convierten en leyenda urbana. 

Como aquel tipo que un día de lluvia gritó: «¡Árbitro, no ves ni con rayos X, la c… de tu madre!» y todos se dieron vuelta para aplaudirlo. 

O el que, con resignación absoluta, murmuró: “Este equipo me va a llevar al cajón con una úlcera abierta”.

Y vos, que eras pibe, tomabas nota mental. Y las usabas después. A veces en la escuela, otras en el potrero, o incluso en casa, cuando el joystick no respondía y FIFA te cagaba el partido. 

La tribuna te enseñó a putear, pero también a crear. A inventar insultos como quien compone versos.

Cuando La Puteada Se Volvió Familiar

Con los años, esa tribuna dejó de ser solo una grada. Se convirtió en tu segunda casa. Ahí llevaste a tus amigos, a tu pareja, incluso a tus hijos. Y repetiste el rito. 

Entraste con ellos por primera vez, los sentaste en el mismo lugar, les compraste una coca y un chori, y esperaste. Esperaste que escuchen. Que sientan. 

Y cuando gritaron su primera puteada, los miraste con orgullo. “Ya está , es uno de los nuestros, pensaste.

Porque la tribuna también es un legado. No hay herencia más honesta que esa educación sentimental a gritos

Puteaste con bronca, con lágrimas, con alegría. Puteaste para no llorar. Puteaste para no rendirte. 

Y ese arte, esa pasión, no se olvida nunca.

La Puteada Como Memoria

En cada insulto que se lanza en un estadio hay historia. Una final perdida. Un ascenso negado. Una promesa incumplida. 

Por eso, la tribuna no olvida. Puede perdonar al nueve que erró un penal, pero no al presidente que vació el club. 

Puede bancar al pibe que debutó nervioso, pero no al técnico que se vendió por dos partidos. 

La puteada, bien usada, es un acto político. Una declaración de principios.

Y vos, ahí en tu rincón de siempre, fuiste parte de esa memoria. Fuiste eco y testigo. 

Fuiste una voz más en esa orquesta desafinada y perfecta. Fuiste hincha. De los de verdad.

Cuando Te Tocó Putear Al Destino

A veces la puteada no es por el partido. Es por la vida. Por la semana de mierda que tuviste. Por el laburo que no aparece. Por la mina que se fue. Por el amigo que ya no está.

Y en esa tribuna, cuando el partido se estancaba y el gol no llegaba, gritaste como si pudieras sacarte todo de encima. “¡Dale, viejo, una buena te pido!”. 

Y no sabés si lo decías por el lateral que no se animaba a tirar el centro o por vos mismo. Pero lo decías igual.

Y todos entendían. Nadie juzgaba. Porque todos estábamos igual. Heridos, esperanzados, rotos, completos. Unidos por una pasión irracional.

La Puteada Que Se Volvió Silencio

También hubo partidos donde no dijiste nada. Donde la tristeza fue tanta que ni las palabras salían. 

Donde el rival te goleó en tu casa y solo quedó el murmullo del desconsuelo. Donde el árbitro te robó tan descaradamente que ni la puteada alcanzaba. 

Y en esos momentos, entendiste que el silencio también es una forma de gritar.

La tribuna te formó para todo. Para el canto desaforado y para la mudez estoica. 

Te enseñó que ser hincha no es solo alentar: es vivir con todo lo que el fútbol trae, para bien o para mal.

Conclusión: Un Idioma Que No Se Olvida

“La tribuna donde aprendiste a putear” no fue solo un lugar: fue un aula sin pizarrón, una cancha sin líneas claras, un teatro sin guión . Ahí te hiciste hincha. 

Ahí dejaste de ser espectador y te convertiste en protagonista emocional de cada partido. 

Ahí aprendiste que el insulto no siempre es ofensa: muchas veces es un acto de amor visceral.

Y si alguna vez te toca volver a ese estadio, a ese escalón gastado, y ya no está el viejo a tu lado, ni los amigos de siempre, ni el mismo equipo siquiera, igual vas a mirar al césped y vas a sentir que algo en vos se acomoda. 

Porque el cuerpo cambia, los años pasan, pero la lengua futbolera sigue intacta.

Y cuando el árbitro cobre cualquier cosa, vas a sonreír. Y vas a gritar lo que aprendiste a gritar ahí, hace tantos años:

 “¡Dejá el tetra, borracho. ¿¡Estás viendo doble!?”

Y vas a saber, con el alma llena, que volviste a casa.


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