Cuando tu Viejo te Llevó por Primera Vez a la Cancha…

Siempre hay un momento en la vida que queda tatuado para siempre: la primera vez que tu viejo te llevó a la cancha. Ese día no fue un domingo más. Fue un antes y un después.

Porque no fuiste solo a ver un partido: fuiste a descubrir un mundo que hasta ese momento te parecía un sueño.

Tu viejo, con esa mezcla de orgullo y ternura, te alcanzó la camiseta. Te la pusiste como si fuera una armadura. Y ahí saliste, de su mano, rumbo al templo

Sentías que estabas entrando a una especie de religión popular, con tu viejo como guía.

Y cuando subiste los escalones y viste el verde del césped por primera vez… se te hizo un nudo en la garganta. Todo era más grande, más ruidoso, más vivo de lo que habías imaginado. 

El gol que gritaste, el primer insulto que escuchaste, el abrazo apretado con él cuando la pelota entró… todo quedó grabado para siempre.

Ese día entendiste lo que significaba el fútbol. No solo como juego, sino como legado. Como herencia emocional. 

Ese día entendiste a tu viejo. Porque cuando te llevó a la cancha, en realidad, te estaba abriendo su corazón.

Y desde entonces, cada vez que volvés a pisar una tribuna, aunque él ya no esté, sabés que está ahí. En cada grito, en cada gol, en cada aplauso. Porque el amor por el fútbol también se hereda.

El olor del pasto y el cemento

No es lo mismo ver un partido por la tele que ir a la cancha. Y no es lo mismo ir con cualquiera que ir con tu viejo. Porque él no solo te lleva al estadio: te lleva a su infancia, a sus recuerdos, a su historia.

Te muestra su lugar en el mundo y te dice, sin palabras, que quiere que ese lugar ahora también sea tuyo.

Ese día amaneciste con el corazón acelerado. Vos sabías que ese día ibas a ver en vivo eso que hasta ahora solo habías soñado. Te ibas a meter de lleno en ese universo que para tu viejo era celestial.

El viaje fue como una procesión. Los colores de las camisetas que se repetían como un uniforme sagrado, las canciones a los gritos, el murmullo de la previa, el olor a chori en la esquina. 

Cuando bajaste del bondi o del auto, lo sentiste: el olor del pasto recién regado mezclado con el del cemento caliente, el ruido del estadio latiendo a lo lejos, como un corazón gigante.

Y entonces lo viste: el cartel, las tribunas, la gente entrando. Vos también, agarrado fuerte de su mano.

Y cuando subiste las escaleras y se abrió frente a tus ojos el campo de juego… ahí lo entendiste todo.

Todo lo que tu viejo te había contado. Todo lo que él había sentido de pibe. Todo ese amor inexplicable que te estaba heredando con una sonrisa en la cara.

Ese día, sin darte cuenta, el fútbol dejó de ser un juego para convertirse en algo más grande. En algo que te iba a acompañar toda la vida.

Porque ese olor al pasto y al cemento fue, es y será siempre tu primer recuerdo de felicidad futbolera junto con tu viejo.

El primer escalón

Subir los escalones de una tribuna por primera vez es como ascender a otro mundo. Cada peldaño te acerca, sin que lo sepas, a un amor que no tiene explicación.

Y cuando llegás arriba, y ves el verde del césped, las tribunas llenas, la gente cantando, las banderas flameando… algo se te mueve adentro. Es como si te temblara el alma.

Ahí entendés que no estabas preparado para tanta belleza. Que lo que viste en la tele era apenas una sombra, una versión pixelada de la verdad. 

Porque ahora estabas ahí, respirando el mismo aire que tus ídolos, sintiendo en el pecho el bombo, el redoblante, el murmullo que se transforma en grito. Vos, tan chiquito, en ese mar de gigantes, ya formabas parte de algo inmenso.

Él, con una sonrisa que mezclaba ternura y orgullo, te dijo: “Ese es el arco que defendemos hoy”. Y aunque no entendías del todo qué significaba eso de “defender un arco”, lo sentías.

Porque estabas aprendiendo un nuevo idioma, uno que no se habla con palabras: el idioma de la cancha.

Ese instante quedó tatuado. No por lo que pasó en el partido, ni por el resultado, sino por esa sensación de haber llegado a un lugar que ya era tuyo sin saberlo

Ese primer escalón no fue solo el acceso a una tribuna, fue la entrada a una pasión que te iba a acompañar toda la vida.

Porque una vez que subiste, ya nunca más bajaste. El fútbol, desde ese día, ya era parte de vos.

El canto de los que aman sin condiciones

La hinchada canta. Grita. Agita banderas. Se sacude como un solo cuerpo, como un corazón gigante latiendo al ritmo de una pasión que no se puede medir.

Y vos, al principio, mirás con la boca abierta. Como cuando ves fuegos artificiales por primera vez. 

No entendés bien las letras, pero sentís el ritmo en el pecho, en las piernas, en el alma.

Sabés que ahí abajo hay once tipos corriendo atrás de una pelota, dejándolo todo por una camiseta. Pero acá arriba, hay algo más poderoso: una multitud cantando como si le fuera la vida en eso. 

Y vos, en el medio de ese vendaval de voces, te sentís chiquito pero parte. Como si hubieras sido aceptado en una comunidad secreta, como si te hubieran dado la bienvenida a un lugar donde el amor es puro, bruto, sincero.

Cantar en la tribuna es dejar de ser espectador y empezar a ser hincha de verdad. Es gritarle al mundo lo que sentís por esos colores. Es amar sin condiciones, sin pedir nada a cambio. 

Porque en la cancha se canta aunque se pierda, aunque duela, aunque llueva. Se canta porque se siente.

Porque es la manera más visceral de decir: “yo estoy acá, con vos, para siempre”.

El primer gol

Cuando llega el primer gol que ves en la cancha, todo explota. No importa si fue un golazo de tiro libre o un rebote sucio dentro del área.

Vos lo vivís como si fuera el gol del Mundial. Te levantás de un salto, gritás sin darte cuenta, te abrazás con tu viejo y con el de al lado.

Y en ese instante, entendés lo que es pertenecer.

Es ahí donde todo se justifica. El viaje, el calor, el olor a chori, el murmullo previo, la tensión, la espera. Todo. 

Porque ese gol no fue sólo del equipo. Fue tu primer gol. Fue el gol que selló el pacto.

El entretiempo: la charla más sincera

Durante el entretiempo, con una Coca en la mano y una hamburguesa que se desarma toda, lo mirás a tu viejo y notás algo distinto en su cara. No es solo la emoción del partido. Es otra cosa. Es alegría, es un orgullo silencioso.

Porque él sabe que lo que te está regalando en ese momento no tiene precio. No es solo una entrada a la cancha, es mucho más. Es un recuerdo eterno. Es un legado.

En medio de los mordiscos y el ruido de la tribuna que no para, quizás te cuenta algo que nunca antes había dicho. Tal vez te habla de una derrota que lo marcó, de aquella vez que lloró desconsolado por un descenso, o de ese partido épico que ganó en la última jugada.

O capaz te suelta, casi sin querer, la historia más linda: el día que fue con su viejo —tu abuelo— a ver una final que aún hoy se acuerda como si hubiera pasado ayer.

Y vos lo escuchás, entre la Coca y el pan que se rompe, como quien recibe un cuento sagrado.

Y entonces lo entendés. Entendés que vos no estás empezando algo, sino que estás siguiendo algo. Que hay una línea invisible que viene desde antes, que pasa de generación en generación. Que ese amor por los colores no nació con vos: te lo dieron, como se da un abrazo.

El entretiempo, ese momento que muchos usan para estirar las piernas, en realidad es la pausa más sincera. Es cuando no importa el marcador, sino lo que se está construyendo entre ustedes.

Porque ahí, mientras el equipo se prepara para volver a la cancha, vos te das cuenta de que ya sos hincha para toda la vida.

El segundo tiempo: la prueba del corazón

El segundo tiempo es más intenso. El equipo va ganando, o empatando, o tal vez perdiendo. Vos ya sabés quién es el arquero, quién es el capitán, quién es el que corre todo y el que no pone una pierna. 

Ya elegiste a tu primer ídolo. Ya sabés a quién vas a defender siempre y a quién vas a putear cuando no corra.

Y en el medio del partido, mirás a tu viejo. Y él está igual que vos. Muerde los labios, aprieta los puños, se pone de pie. 

Lo ves gritar, insultar, sufrir, reír. Y te das cuenta de que tu viejo, que en casa es un tipo serio, en la cancha se transforma. Es un hincha más. Es un pibe más.

El final del partido: algo cambió para siempre

El partido termina. Se apaga el ruido del juego, pero no el de la tribuna. Quizás fue victoria, quizás empate, quizás derrota. Pero a vos ya no te importa tanto. 

Porque algo dentro tuyo cambió. Sabés, aunque no lo puedas explicar, que ese día empezó una historia que no se va a terminar nunca. Una historia que no se mide en títulos, sino en emociones.

Caminás al lado de tu viejo, entre la marea de gente que se va. El murmullo de análisis, los cantos que no se apagan, el olor a choripán que sigue flotando en el aire. 

Todo eso es parte de un ritual que vas a recordar para siempre. Y vos lo sabés. Porque antes del partido eras uno más. Ahora, sos parte.

Te das vuelta una vez más antes de salir del estadio. Lo mirás como quien mira un lugar sagrado. Como si quisieras grabar esa imagen en la memoria para toda la vida

Las tribunas, las luces, el césped… todo quedó tatuado adentro tuyo.

Y entonces, sin decir una palabra, tu viejo te pone la mano en el hombro. Un gesto simple, pero cargado de todo. No necesita hablar. Porque vos lo entendés

Ese toque te dice: “Gracias por venir”, “Bienvenido al club”, “Ahora sos de los nuestros”.

Y vos asentís, con una sonrisa que mezcla emoción y orgullo. Porque ese día no fuiste solo a ver un partido. Fuiste a recibir un legado. Y cuando salís por la puerta del estadio, ya no sos el mismo. Porque el fútbol, cuando te atrapa de verdad, te transforma para siempre.

Al otro día, ya eras otro

Volvés a casa. Cansado, con la garganta rota, con los ojos todavía brillosos. Y al otro día, en la escuela, contás todo. “Fui a la cancha con mi papá”, decís. 

Y esa frase te hace sentir grande. Porque ya no sos solo un pibe que mira fútbol. Sos un hincha. Tenés tu historia. Tenés tu primer partido.

Desde ese día, cada vez que ves un partido, lo ves distinto. Porque ya sabés lo que es estar ahí

Ya entendés lo que significa gritar un gol con miles al lado. Ya sabés lo que es que el corazón te lata más fuerte cuando la pelota entra al área.

Pasaron los años…

Después vinieron muchos partidos más. Canchas distintas, camisetas nuevas, jugadores que iban y venían.

Algunas veces fuiste con amigos, otras veces solo, muchas con él.

Pasaron derrotas que te dejaron mudo, victorias que te hicieron llorar de alegría, empates amargos, partidos épicos.

Descensos que dolieron como una traición. Ascensos que se festejaron como nacimientos.

El fútbol te dio de todo. Porque así es este juego: no te promete nada, pero te da todo. Goleadas, frustraciones, milagros. Historias para contar.

Pero nunca, nunca, te volvió a dar algo como ese primer día. Porque ese día no fue un partido más. Fue un ritual. Una puerta que se abrió y que nunca se volvió a cerrar.

Fue el momento exacto en el que entendiste que no se trata solo de ganar o perder. Que lo importante no está en el resultado, sino en el camino. En quién te acompaña. En lo que sentís.

Porque ese día, aunque vos no te dieras cuenta, te estaban diciendo “te amo” sin decirlo. Con una entrada. Con una camiseta.

Con un abrazo después de un gol. Con una historia contada entre tribunas. Ese día fue mucho más que fútbol: fue un acto de amor.

Y pasaron los años, sí. El pelo se llenó de canas, los ídolos cambiaron, y capaz ahora sos vos el que lleva a tu hijo de la mano.

Pero cada vez que entrás a una cancha, cada vez que se escucha el bombo, cada vez que se infla la red, vuelve ese primer recuerdo. Ese primer día. Ese primer escalón.

Porque el fútbol, como el amor verdadero, no se olvida nunca. Se lleva adentro. Para siempre.

Conclusión:

Ir a la cancha con tu viejo es mucho más que ver un partido. Es recibir un legado. Es escuchar una historia que se cuenta sin palabras. 

Es entrar a un templo en el que las emociones se viven a flor de piel. Es, en definitiva, un acto de transmisión, de amor, de identidad.

Porque un club puede cambiar de jugadores, de técnicos, de dirigentes. Pero lo que no cambia es ese momento sagrado en el que un padre y un hijo se abrazan frente a una tribuna, frente a un gol, con una misma camiseta.

Y cada vez que volvés, cada vez que cantás, cada vez que mirás el estadio desde la tribuna, sabés que estás repitiendo ese momento.

Que él sigue ahí, con vos. Que cada partido, de alguna manera, es una forma de volver a estar con tu viejo.


Recomendamos leer también: Hinchar por un Club del que No Sabés Nada

CONTACTO

hola@mas10.ar

Argentina

+54 9351 239 2367